Para el fortalecimiento de la democracia y la confianza ciudadana en los estados modernos, los avances normativos y tecnológicos siguen siendo los principales desafíos que enfrentan las instituciones públicas en América Latina y en otras regiones del mundo. La falta de mecanismos efectivos de control, la persistencia de prácticas burocráticas opacas y los frecuentes casos de corrupción han debilitado el vínculo entre ciudadanos e instituciones, generando desconfianza y apatía política.
En base al Índice de Percepción de la Corrupción 2023 de Transparencia Internacional, más de dos tercios de los países evaluados obtuvieron un puntaje inferior a 50 sobre 100. Estos datos reflejan un serio déficit en materia de integridad y rendición de cuentas. En América Latina, países como Perú, México y Argentina registran retrocesos que evidencian no solo la debilidad de sus sistemas de control, sino también la dificultad de sostener políticas públicas orientadas a la transparencia.
En tanto, los estados con mayores niveles de apertura institucional tienden a presentar una mayor competitividad económica y mejores índices de bienestar social. El problema no radica únicamente en la existencia de marcos normativos insuficientes, sino en la brecha entre las leyes y su implementación real. Muchas veces, los portales de transparencia se convierten en simples repositorios de documentos técnicos de difícil acceso, lo que impide al ciudadano ejercer un verdadero control social. A esto se suma la falta de independencia de algunos órganos de fiscalización y la limitada participación de la ciudadanía en la intervención de los gobiernos locales, regionales y otras instituciones.
En este escenario, cabe preguntarse: ¿qué se requiere para que la transparencia y la rendición de cuentas dejen de ser un discurso político y se conviertan en prácticas institucionales sostenibles? La respuesta, aunque compleja, pasa por varios ejes. En primer lugar, fortalecer la digitalización de los procesos estatales, garantizando que la información pública sea accesible, comprensible y actualizada. En segundo lugar, promover una cultura ética en los funcionarios, donde la integridad sea el valor central de la gestión pública. Finalmente, fomentar la participación ciudadana y el rol activo de la prensa y la academia como contrapesos que vigilen y acompañen el actuar del Estado, donde la transparencia no es un fin en sí mismo, sino un medio para consolidar la legitimidad de las instituciones. Un Estado que no rinde cuentas genera desconfianza en la ciudadanía y con ello es imposible consolidar políticas de desarrollo sostenibles.
El desafío está planteado y las experiencias internacionales lo confirman: los países que han apostado por un gobierno abierto, como Estonia o Dinamarca, muestran que la digitalización, la innovación y la rendición de cuentas pueden transformar radicalmente la relación entre el Estado y la sociedad. La pregunta que nos queda es clara: ¿nuestras instituciones estatales están dispuestas a asumir con decisión este reto o si seguiremos atrapados en un círculo de discursos sin cambios reales?