En los discursos referidos a los cambios y a la innovación educativa, desde hace varios años atrás, es habitual escuchar que uno de los grandes retos para el sujeto contemporáneo es desaprender. Esta palabra disruptiva ha tomado relevancia en el contexto educativo, en las empresas, incluso en el desarrollo personal, como una forma de desarticular esquemas antiguos, obsoletos paradigmas, incluso para flexibilizar el pensamiento. Su uso es frecuente y está registrada en el diccionario de la Real Academia Española (RAE).
Hablemos del aprendizaje, donde se evidencian registros de que, desde inicios de la civilización occidental, este ha sido concebido como un proceso que permite al ser humano trascender al convertirse en sujeto de cultura y conocimiento. Para Sócrates, Aristóteles y Platón, el aprender iba más allá de memorizar datos; para aquellos filósofos, el aprender implicaba transformar la mente, orientar el alma hacia la verdad y cultivar la virtud mediante diálogos, experiencias y la razón. Sócrates afirmaba que, mediante la mayéutica, el conocimiento nacía desde dentro del sujeto a través del pensamiento, la duda y la construcción del saber. Platón, por su parte, afirmaba que el aprender era recordar lo que el alma ya sabía; y Aristóteles, más empírico, admitía que el aprendizaje ocurría mediante las experiencias y la sistematización del saber, y que todo conocimiento iniciaba en los sentidos y se elevaba mediante la razón.
Con el planteamiento de estos tres pensadores, se podía y puede considerar el aprendizaje como una transformación ontológica, un proceso que pretende no solo instruir, sino forjar conciencia, formar el carácter y cultivar la virtud de los individuos.
Durante el siglo XX, el aprendizaje se fue transformando por distintas teorías de aprendizaje constructivistas. Jean Piaget demostró que el conocimiento se va construyendo por etapas en base a la interacción entre la experiencia y las estructuras mentales del ser humano; Vygotsky, por su parte, añadió a esta perspectiva la importancia de la cultura y del lenguaje en el proceso de aprendizaje, planteando que la persona aprende con otras personas, en situaciones sociales determinadas. Así, se afirma que el aprendizaje genera una reconfiguración de los esquemas mentales y reorganiza la comprensión de la realidad para llegar a nuevos significados. Aprender no es solo recibir conocimiento, es ir construyendo; no es solo saber, es desarrollarse en la capacidad de usar.
En el campo de las neurociencias, se afirma que el aprendizaje modifica estructuralmente el cerebro. Cada vez que aprendemos algo nuevo, se crean conexiones entre las neuronas y se fortalecen ciertas redes neuronales, además de que se activan áreas específicas del sistema nervioso central. Este proceso muestra que el aprendizaje es una transformación que se produce en el sistema biológico. Incluso tras la interrupción del ejercicio de una práctica o cuando se ha olvidado una determinada información, las huellas neuronales persisten. Por tanto, lo memorizado puede reactivarse, emerger, pero no perderse sin dejar huella.
Complementariamente, el aprendizaje no solo sucede en el cerebro; también está ligado a las emociones, la voluntad y el cuerpo. Este permite evidenciar los aprendizajes de tipo procedimental o kinestésico. Aprender a montar en bicicleta, a bailar, nadar o escribir; no son habilidades que se puedan olvidar del todo. El cuerpo conserva este tipo de conocimiento en forma de patrones motores que se pueden ejecutar incluso tras largos períodos de inactividad. Esto demuestra que aprender también se encarna y, en consecuencia, no puede ser simplemente desarticulado.
Cualquier tipo de aprendizaje se da en un contexto histórico, social y cultural. Se aprende a pensar, hablar, a comportarse de acuerdo con normas, símbolos y a los valores del entorno. Aprender es, en este sentido, una forma de participación en la vida social; no se puede entender como un acto exclusivamente individual o meramente aislado.
Si el aprender transforma el pensamiento, genera una reconfiguración del cerebro, permite desarrollar habilidades y destrezas, moviliza el cuerpo, vincula emociones y se construye en un contexto social, entonces: ¿Es posible desaprender? ¿Se puede revertir el aprendizaje? ¿Es posible dar marcha atrás, deshacer lo aprendido, borrar las huellas, desmontar las estructuras, desconfigurar las redes neuronales? ¿O solo estamos usando la palabra incorrecta?
En espacios académicos, donde la precisión en el uso de las palabras no es una opción, es una necesidad; intentemos reflexionar sobre el término “desaprender” y sobre su uso; tal vez no es el término correcto para expresar la adaptación al cambio, la actualización o el conocer lo nuevo, reinterpretarlo y practicarlo, superando paradigmas obsoletos, conservando la esencia de lo aprendido como una construcción continua e irreversible.
Desaprender, en sentido literal, sugiere una acción voluntaria y reversible; sin embargo, ni el cerebro, ni el cuerpo, ni la historia personal funcionan así. Lo aprendido forma parte de lo que somos. Lo que se aprendió podría llegar a ser obsoleto, podría volverse inútil e incluso perjudicial, pero no se borra, se transforma.
