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La impronta en la gestión

Por: Universidad César Vallejo
Junio 05 de 2022
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Entendemos por impronta a la huella mnémica que todos tenemos y en base a la cual operamos en la vida cotidiana. La impronta define nuestro estilo frente al resto, marca la pauta en nuestra interacción e itinerario. Los recuerdos llenan y plasman la formación de la impronta. Las relaciones eje, de manera especial en su época temprana (relaciones en familia y con otros cercanos), forman paulatinamente el modus operandi. Un factor psicológico indesligable de la impronta es la identificación con la autoridad, acaecida en primer lugar con la figura del padre o sustituto, así también con otras representaciones, como los primeros maestros u otras concepciones del poder. Esta identificación puede seguir determinados carriles: el primero de ellos, en el marco de la adecuación, se desarrolla dentro de un contexto en el cual la autoridad refleja una madurez en su comportamiento (respeto, guía, control del impulso, entre otros) y el seguidor (hijo, niño) interioriza y aprende paulatinamente esas conductas guía, identificando que ello es algo saludable para sí mismo y para los demás. En la gestión, el niño que fue, ahora ya adulto, siendo un jefe, gerente o un cargo símil, corresponde al ejercicio de comportamientos del buen trato hacia los demás, enmarcados con el sentido de la responsabilidad y la eficiencia. El segundo carril de formación consiste en la presencia (en los primeros años de la vida) de una figura de autoridad inestable, por ejemplo, una persona maltratadora, prepotente y egoísta que predispone, en la gran mayoría de los casos, a comportamientos repetitivos en la adultez. La perturbación en la identificación con la autoridad en el ejercicio de la gestión, justamente, se irradia imitando estos comportamientos destructivos con los demás. Un gestor de esta índole no puede aplicar filtros frente a la agresión que padece y, automáticamente, agrede a los que tienen menos autoridad que él. Una adecuada identificación con la autoridad permite, a pesar de haber sufrido agresión en la niñez o sufrir de violencia de otros, la reflexión y evaluación de la realidad y, por lo tanto, un control del impulso y la madurez en el trato hacia el prójimo. Encontramos, pues, que una impronta saludable corresponde a saber distinguir entre el bien y el mal, y, sobre todo, no permitir que la cadena de la violencia continúe, poner freno a la ola de la tergiversación, desorden y al apabullamiento con el descontrol de los impulsos. La conservación salubre de la impronta permite una gestión de construcción lejos del miedo y la coacción.
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